Aquí va un pequeño resumen que he realizado tras la lectura del libro "La educación como industria del deseo" de Joan Ferrés.
La educación es
sobre todo educación del deseo
-Aristóteles-
El difícil encaje
de las emociones
Los medios
de masas audiovisuales (las
pantallas, en general) serían una demostración de que los intereses de la mayor
parte de la
población no van
mucho más allá del
entretenimiento, de la distracción, de la evasión. Parece
confirmarse, pues, decididamente, que “la mayor parte de la gente se mueve por
las emociones. Son pocos los que se mueven por las ideas”. Por
muy cierto que parezca, es falso. Y los neurobiólogos lo certifican. Nadie se mueve
por ideas. Todo el
mundo se mueve por emociones. Lo que diferencia a unas personas de otras es el
tipo de emociones que les movilizan.
Antonio Gramsci, lo intuyó cuando dijo: “El error
del intelectual consiste
en creer que
se puede saber sin comprender y,
sobre todo, sin sentir y sin estar apasionado, no solamente por el saber en sí,
sino por el objeto del saber”.
Tal vez
en el ámbito
de la comunicación educativa haya
mucha preocupación por
los contenidos y poca por la actitud o disposición de la
persona que los ha de asimilar.
La industria del
deseo
No sirve
de nada producir
bienes de consumo
si nadie desea consumirlos por lo que la industria
convencional necesita el apoyo de una industria del deseo. Hoy la sociedad
postindustrial se ha convertido, como consecuencia de la necesidad de incentivar
el consumo, en una maquinaria imponente de generación de deseo. Se podría hablar
de una cultura del deseo. La incitación al deseo es constante, y el apremio
para satisfacerlos de manera inmediata es cada vez mayor. Los publicitarios se
ayudan de las emociones para vender un producto por lo que son creadores del
deseo, consiguiendo muchas de las veces que los consumidores consideren
imprescindibles unos productos que son totalmente superfluos.
A los
maestros en la enseñanza les ocurre la
mayoría de las veces lo contrario: tienen
entre manos unos productos (valores, conocimientos, procedimientos, pautas de comportamiento...)
imprescindibles para el desarrollo de la personalidad y, en cambio, los
destinatarios los consideran productos prescindibles.
Sería, glosando
la referida expresión
de William Bernbach,
la desigual convivencia entre una
comunicación profunda insípida y una comunicación superficial excitante.
El poeta
indio Rabidranath Tagore
decía que el
mayor flagelo de
la vida moderna es
tener que dar
importancia a cosas
que no la tienen. Desde
las instancias educativas y
culturales se tiende a culpar de ello a los publicitarios, porque se dedican profesionalmente
a trascendentalizar lo superfluo, sin advertir que los responsables de transmitir contenidos
supuestamente trascendentes tienen
tanta o más culpa
que los publicitarios, porque
presentan estos contenidos como superfluos, en el sentido de faltos de
atractivo, de poco seductores.
La fábrica del
deseo
Para
Freud, las tareas constructivas están movilizadas por la libido y las
destructivas por la pulsión de la agresividad. Ambos son impulsos inconscientes
que modelan el comportamiento sin la intervención de la mente consciente.
El neurobiólogo
Jan Panksepp, tras
investigar primero en
ratones y luego
en personas, descubrió una
área cerebral, que
denominó seeking, situada
en el cerebro emocional, que es la responsable de
provocar inquietud y excitación.
Otro
neurobiólogo, Mark Solms, descubrió que es precisamente esta área la que se
activa durante el sueño onírico. El seeking de Panksepp coincidía, pues, con la
libido de Freud. Por esto Solms afirmó: “Panksepp descubrió como neorobiólogo
lo que Freud había descubierto psicológicamente” (ibídem). Es el cerebro
emocional el responsable de toda actividad creativa, de motivar la acción, de
impulsarla, de movilizar.
Rita
Carter afirma que, “El cerebro emocional) es la central energética del cerebro,
generadora de las apetencias, impulsos, emociones y estados de ánimo que
dirigen nuestra conducta”.
Joseph
LeDoux es muy contundente cuando afirma: “En los sentimientos emocionales intervienen
muchos más mecanismos cerebrales
que en los
pensamientos (…). Las
emociones crean una
furia de actividad dedicada a
un solo objetivo.
Los pensamientos, a
no ser que
activen los mecanismos emocionales, no hacen esto”. Más
tarde dice que la clave del humanismo ha de buscarse en las sinapsis, los
espacios microscópicos entre dos células nerviosas. Las sinapsis son
los canales de
comunicación entre células
que hacen posible todas las funciones cerebrales, incluyendo la
percepción, la memoria, la emoción
y el pensamiento.
LeDoux llega a
afirmar que “nosotros
somos nuestras sinapsis”. Nuestra
personalidad es el resultado de la conjunción de genes y de experiencia, y las
sinapsis son precisamente
los espacios de
almacenamiento de la
información codificada por nuestros
genes y por
nuestra experiencia. Si
somos el resultado
de nuestros genes y de nuestra experiencia, somos nuestras sinapsis.
La metáfora de la
zanahoria
Para Rita
Carter, el cerebro
humano controla al
organismo mediante un sistema
muy elaborado, parecido
al de “la
zanahoria atada al palo”.
Tanto los animales
como las personas
nos movilizamos tan
sólo gracias a la energía generada
por un cerebro
emocional activado; Por miedo o
por deseo.
Lo que explica
una buena parte del fracaso escolar. A medida que los educadores y educadoras
han ido adoptando unas actitudes más permisivas se ha ido perdiendo el miedo
que antes atenazaba con frecuencia a los estudiantes. El error es no haber
sabido compensar esta pérdida con un incremento de la activación del deseo.
Los medios
de masas son unos
educadores más eficaces
que los profesionales
de la enseñanza.
Para bien o para mal, los mensajes de los medios de masas tienen más
capacidad para educar, para
e-ducere, para sacar
de dentro, para
desarrollar o hacer crecer
lo que está
en el interior de manera latente,
germinal. Son más capaces de sacar de dentro porque son capaces de penetrar y,
a partir de ahí, de activar la maquinaria del deseo. La educación ha de ser industria
del deseo si pretende ser industria del conocimiento.
Muchos
profesionales de la enseñanza comparten que su trabajo finaliza donde ha de
comenzar el esfuerzo del estudiante. No se sienten responsables de que se
produzca o no este esfuerzo. Se
consideran responsables de la explicación de los contenidos, no de la
implicación de los alumnos y alumnas. Piensan
que a los profesores les
corresponde explicar bien
y al alumno
esforzarse. No son
conscientes de que la
habilidad que se
le exige al
educador como profesional
es la de
implicar al alumno, suscitando su
capacidad de esfuerzo.
Tiende a considerarse
trabajador cualificado en una
fábrica de conocimiento
y no advierte
que sólo puede
fabricarse conocimiento si previamente se fabrica deseo. La
capacidad de explicación ha de ir acompañada de la capacidad de implicación.
Thomas
Jefferson afirmaba a principios del siglo XIX: “Donde la prensa es
libre y todo
hombre es capaz
de leer, todo
está salvado”. Sus expectativas
eran un poco ingenuas porque a principios del siglo XX el
60% de los
españoles no sabían
leer; a principios
del siglo XXI,
cuando la alfabetización en
España ha llegado a casi toda la población, el 50% de los españoles no leen.
El tercer
presidente en la
historia de los Estados
Unidos cometió un
error que aún sigue
vigente en la educación: lo fiaba todo en la capacidad lectora,
sin advertir que de nada sirve la capacidad sin la motivación para su uso. De nada
sirve enseñar a leer si no se enseña y transmite el placer de leer. Una vez
más, de nada sirve la habilidad sin el
deseo. Y es que
la
activación del deseo
es la única
garantía segura del
desarrollo pleno de la habilidad.
Industria del deseo
En el
ámbito educativo las
quejas de los
docentes por la
falta de interés, el pasotismo o
a la falta de motivación de los alumnos son constantes.
La educadora argentina María Clara Rampazzi lo
expresa con sensibilidad y sentido del humor: “Frente a un ordenador, cada vez
que no encuentro un archivo, investigo
qué hice mal,
dónde lo guardé,
etc. En cambio,
frente a un
alumno que desconoce una
lección, el imputado
es siempre el
alumno. ¿Por qué?”
Y concluye: “Tratemos a los niños
por lo menos como si fueran un ordenador”
Pocas
veces se asume la responsabilidad del docente en el fracaso de los
alumnos, lo que
se traduce en
que pocas veces se oyen
expresiones de los educadores
que demuestren un cierto sentido de culpa por la incapacidad de cumplir una de
las misiones fundamentales
que tienen encomendadas,
la de motivar,
la de crear interés, la de convertir el objeto de
conocimiento en objeto de deseo.
En 1931
Albert Einstein decía que “la enseñanza debe ser tal que pueda ser recibida como
un regalo, y no como
una amarga obligación. El
verdadero arte del maestro
es despertar la
alegría por el
trabajo y el
conocimiento”.
El
educador necesita educar el esfuerzo en una propuesta que suscite la alegría
por el trabajo y el conocimiento.
Educación y deseo
El sistema
límbico genera los apetitos, los deseos, los impulsos y los estados de ánimo
que dirigen nuestra conducta. Las emociones
mueven. Los pensamientos sólo
mueven si están conectados con las emociones, si
consiguen activar el cerebro emocional. Las personas tienen grandes ideas
cuando estas ideas entran en su
cerebro emocional.
Relato
Diógenes, “la maduración humana como progresión en una escala de deseos”.
El reto
no consiste en sustituir emoción por razón, sino en
integrarlas, en conciliarlas, en interaccionarlas incentivar y desarrollar la
pasión de pensar.
Hoy la
neurociencia confirma que sin motivación no hay aprendizaje. La energía
imprescindible para toda acción educativa (la adopción de nuevas creencias, de
nuevos conocimientos, de nuevas
actitudes o comportamientos) sólo
puede extraerse de la libido,
del seeking, del cerebro emocional.
Hans G.
Furth habó de la necesidad de conciliar a Piaget y
a Freud. Para
que se produzca
aprendizaje el objeto
de conocimiento ha de convertirse en
objeto de deseo,
ya que toda
liberación de conocimiento
exige una inversión de
energía. “La libido
sin objeto carece
de contenido; el
objeto sin libido carece de motor”.
En una cultura digital en la que
las máquinas cumplen mejor que las personas la función de
transmitir informaciones, los
educadores y educadoras
deberían recuperar una función
primordial: la de
despertar el deseo,
la de contagiar
entusiasmo, la de conseguir
que el estudiante
convierta en objeto
de deseo lo
que se pretende
que sea objeto de
conocimiento.
La emoción
es una herramienta
imprescindible para un desarrollo eficaz de la función mediadora
en los procesos de enseñanza-aprendizaje.
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